El ruido de mis pasos vibra en los adoquines y las paredes de ladrillo. Es un sonido seco y breve, como el tic tac de un reloj de pared. El cielo despejado ha dejado escapar cualquier atisbo de calor y el frío de noviembre, cortante y visceral, ha inundado las calles. No hay una sola ventana abierta. No hay una sola luz tras las cortinas. El eco de mis pasos solo se escucha en sueños inquietos.
La noche es mía.
Me permito esbozar una leve sonrisa de júbilo. Jamás creí poder estar tan excitado ante la idea de darle caza a alguien. Jamás tuve esta sed de sangre. Pero es ahora cuando estoy convencido de que siento auténtica pasión por mi trabajo. No hay nada que se me dé mejor ni hay nadie a quien se le dé mejor.
Mi nombre es William Flanagan Bloodworth, aunque mi clandestina fama responde ante el nombre del Barquero de Aqueronte. Y no creo que sea necesario explicar cómo me gano la vida.
Me detengo delante de una gran mansión. Paredes de piedra, jardines perfectos, encajada entre otras grandes mansiones en uno de los barrios más elitistas de Londres. Desde luego, una residencia digna de la posición de Lord Harry Auttenberg. Una pena que no pueda disfrutar más de ella.
Salto la verja exterior con facilidad y aterrizo en el mullido césped. El eco de mis pasos ya es historia, ahora me muevo rápido y sigiloso como una serpiente. Parece que no hay nadie despierto, así que compruebo las ventanas de la planta baja hasta que encuentro una sin cerrojo. Perfecto. Podría dirigirme directamente al dormitorio de Auttenberg y liquidarle mientras duerme pero tengo pensada una escena un poco más atroz, así que no puedo permitir que nadie se despierte cuando no deba. Me cuelo en cada dormitorio, me acerco a cada cama y, con un golpe impecable y certero en la sien, sumerjo a los durmientes habitantes de la casa en un idóneo estado de inconsciencia. En otra ocasión los habría degollado a todos, pero mi cliente me ha comunicado su deseo expreso de que no haya más muertes de las estrictamente necesarias. Cierro con suavidad la última puerta y me dirijo a la segunda planta, donde sé que Auttenberg duerme solo, pero en cuanto piso el primer escalón escucho un sonido metálico proveniente de la planta baja. Repaso mentalmente todos los dormitorios vacíos por los que he pasado pero en ninguno de ellos parecía haber dormido nadie recientemente. Vuelvo a escuchar el mismo ruido; viene de la cocina. Desciendo por las escaleras sin dudarlo y echo un vistazo al interior: un hombre de tamaño considerable y expresión tosca devora lo que minutos antes podría haber sido la mitad de un pollo asado. Un mercenario, contratado ocasionalmente y entre cuyas habilidades dudo que se haya encontrado alguna vez el sigilo. Analizo la situación durante unos segundos pero no pierdo demasiado tiempo. Solo es un gorila cuya única cualidad probablemente sea la fuerza bruta, ni siquiera me atrevo a considerarlo un profesional. Él se levanta de la mesa y yo actúo. Me muevo rápido y, con un ágil salto, me subo a sus hombros con impulso suficiente para asestarle un potente codazo en la parte superior del cráneo. Todo ocurre demasiado rápido para sus sentidos. Cae como el tronco de un árbol recién talado, sin haber llegado a comprender lo que acaba de ocurrir y provocando un sonido sordo al golpear el suelo. Agudizo el oído por temor a que el ruido haya despertado a Auttenberg pero solo escucho el zumbido de la bombilla de la cocina. Ahora ya nadie podrá molestarme.
Subo de nuevo por las escaleras, casi deslizándome de puro placer escalones arriba. El silencio se hace más patente si cabe salvo por los ronquidos que proceden del único dormitorio en el que no he entrado.
La puerta se abre sin hacer ruido. El dormitorio es ostentosamente inmenso y una cama con dosel llama mi atención de inmediato. Cruzo la estancia y cierro las cortinas opacas que impedirán que nada ni nadie pueda ver lo que ocurre aquí dentro.
Harry Auttenberg duerme tan profundamente que incluso siento algo de envidia. Tener la conciencia tranquila es un privilegio del que muchos abusan.
Chasqueo los dedos en la oscuridad y la chimenea se enciende con una explosiva llamarada. Auttenberg se despierta sobresaltado, aunque es el chillido de pánico que emite cuando me ve sentado en una de las butacas de terciopelo lo que supera todas mis expectativas. Esto será divertido.
-¿Q-q-quién diablos eres tú?
Me permito el lujo de encender un cigarrillo mientras dejo que el miedo corra por sus venas. Es un toque dramático que me encanta dar.
-Comprendo que no me recuerdes así, a primera vista -le respondo en un tono tranquilo y cortés-; a fin de cuentas, han pasado varios años y... ¿quién sabe a cuántas muchachas más habrás matado?
Parece que mis palabras le hacen recordar más rápido de lo que le gustaría, pues se aleja un poco de mí, sin salir todavía de la cama, y entrecierra los ojos.
-Bloodworth.
Le doy una profunda calada a mi cigarrillo y la acompaño de un suspiro:
-El mismo.
-No sé cómo has logrado entrar pero te echarán de aquí a patad...
-Yo no estaría tan seguro, Harry -él me mira, intentando imaginarse lo que he podido hacer en su casa antes de que él se despertase-. Todos tus empleados están convenientemente inconscientes, incluso el grandullón que encontré en la cocina comiendo como un cerdo, y gritar no te servirá de nada. Nadie, dentro o fuera de esta casa, puede escucharte.
-¿Qué es lo que quieres, Bloodworth?
Se le llena la boca de odio cada vez que pronuncia mi apellido.
-¿Que qué es lo que quiero? -No puedo evitar soltar una carcajada-. Harry, querido, me he colado en tu humilde y apacible hogar en mitad de la noche, me he encargado de todas y cada una de las personas que viven aquí, he entrado en tu dormitorio mientras dormías y ni siquiera te agitaste en sueños, sabes quién soy porque recuerdas haber asesinado a mi hermana hace años... no eres un hombre especialmente inteligente, Harry, lo sé, pero dudo mucho que seas tan estúpido como para no saber qué es lo que quiero.
Harry desliza lentamente la mano bajo la almohada, probablemente pensando que no me doy cuenta.
-Yo no haría eso.
El cañón de la escopeta me apunta en unos segundos pero no es suficientemente rápido. Antes de que Lord Auttenberg apriete el gatillo, mi mano ya descansa sobre el cañón del arma y con un rápido y brusco giro de muñeca le obligo a soltarla, a no ser que prefiera romperse los dedos. Sin perder más tiempo, lanzo la escopeta hacia la otra punta del dormitorio, totalmente fuera de su alcance.
-¿Así es como tratas a tus invitados, Harry? -Le recrimino con un ligero toque de histrionismo.
Camino alrededor de la cama y me detengo justo a los pies, entre Harry y la chimenea. La luz de las llamas oscurece mi figura y me da de nuevo ese toque dramático que tanto me gusta. Él retrocede entre las sábanas hasta que su espalda toca la pared, mira nervioso a su alrededor y de pronto se da cuenta de que está desnudo. Me cuesta horrores no reírme a carcajada limpia cuando se cubre la entrepierna con una mano y alarga temeroso la otra para agarrar de nuevo las sábanas. Excelente momento para sentir pudor.
La escena me resulta peculiarmente reconfortante, así que me dispongo a alargar un poco más el sufrimiento de mi anfitrión. Las llamas de la chimenea se avivan súbitamente y lamen el papel pintado de la pared, mientras las puntas de las mantas más cercanas a mí comienzan a arder suavemente con unas enigmáticas llamas negras que, poco a poco, consumen cualquier tela bajo la que Harry pueda esconderse. De nuevo emite ese chillido de pánico cuando sus sábanas se convierten finalmente en ceniza.
-¿Q-qué eres? -Me pregunta ya presa del miedo.
Me enciendo un segundo cigarrillo. No soy nadie sin dramatismo.
-¿Has escuchado alguna vez hablar del Barquero de Aqueronte?
Ahora Harry sí sabe lo que es el pánico, porque ni se molesta en cubrirse. Su rostro se vuelve pálido y le tiembla la barbilla. Por supuesto que ha oído hablar del Barquero.
-Se rumorea q-q-que es un demonio... -consigue articular a duras penas- ahora ya no me c-c-cabe ninguna d-duda...
Segunda calada al cigarrillo.
Las llamas negras reaparecen y envuelven la cama y a Harry tan rápido que apenas se da cuenta de ello hasta que empieza a gritar como un energúmeno. Patalea y rueda como puede para extinguir unas llamas que solo yo puedo aplacar antes de que su cuerpo se consuma por completo.
-Se rumorean muchas cosas de mucha gente, Harry -respondo finalmente-, pero no, no soy un demonio.
Es un placer que el trabajo me lleve a ajustar cuentas pendientes. He disfrutado como un niño.
-Al menos, eso creo.
Abandono la mansión tan rápida y silenciosamente como entré, como una serpiente. Mañana cobraré la otra mitad de lo pactado y lo haré con una sonrisa de oreja a oreja.
-Buenas noches, Lord Harry Auttenberg -susurro ya al amparo de la oscuridad londinense.
14 de Noviembre de 1888.